Publicado el 17 de febrero de 2021 por Ceafa en Investigación
  • Diagnóstico precoz

Diagnóstico precoz y genética

Como desde hace años llevamos viendo, el proceso de demencia que sufren las personas no sólo afecta a la propia persona, sino también a su familia. Influyendo la enfermedad tanto en las actividades del día a día de la persona, como en toda la organización y reajuste familiar que se produce.

Como bien es sabido, la enfermedad de Alzheimer (EA) así como el conjunto de demencias son enfermedades neurodegenerativas que se caracterizan por el deterioro cognitivo y conductual, con un inicio insidioso en el caso de la EA y curso progresivo (Valls-Pedret et al., 2010), y con un incremento de la dependencia de la persona y sobrecarga de la familia.

En las Asociaciones de Familiares de Alzheimer y otras demencias (AFAs), cada día nos encontramos familias en las primeras visitas, cada una con unas demandas distintas, así como con un ajuste diferente a la enfermedad. Algunas de estas familias llegan a la asociación con quejas por el desbordamiento producido por el comportamiento de su familiar, por las dificultades cognitivas y su influencia sobre las actividades del día a día, o por su dependencia cada vez mayor de su entorno familiar más cercano, que siguen siendo los que dan este soporte. En muchos de estos casos, el diagnóstico ha sido ya en fases moderadas o más avanzadas, y en algunos casos sin ningún tipo de intervención sobre la persona y la familia desde el mismo diagnóstico, igual un año o dos antes de esta visita.

En estas quejas, se puede ver la situación de desesperación, así como el desbordamiento emocional para poder ajustarse de forma brusca al cambio y al deterioro. Encontrándonos en muchos casos, ante situaciones complicadas, que se podrían haber evitado o reajustado con una intervención temprana. Escuchamos por parte de estas familias, la pregunta ¿por qué no le di importancia a lo que pasaba? si me hubiera dado cuenta antes ¿qué habría pasado? ¿por qué nadie me lo ha dijo antes?¡no sabía que iba a ir tan rápido! ¿qué podemos hacer ahora?, etc.  Las respuestas pueden ser diversas, ya que dependerá de muchos factores entre los que se encuentra la familia y la persona, pero en muchos de estos casos, el tiempo ha sido fundamental y el retraso tanto en la detección, como en la intervención, llevan a estos procesos de ajuste brusco por parte de la familia. Por el contrario, nos encontramos con casos diagnosticados en fases iniciales, donde la primera demanda es la de conocer qué le pasa a su familiar y cómo hay que abordar las situaciones iniciales y el futuro próximo. En estas familias, el diagnóstico temprano les ha dado otra perspectiva, y la situación inicial permite que este proceso de adaptación familiar pueda ser de forma progresiva y paulatina, con un abordaje adaptado a cada dificultad y posible solución, por ejemplo, estableciendo objetivos iniciales, explicación de la enfermedad y cómo intentar abordarla ante las primeras dificultades, así como el planteamiento de las primeras intervenciones y acceso a estudios de investigación. En relación con esto, no podemos olvidarnos de que este proceso de adaptación estará relacionado de manera directa con el tipo de deterioro cognitivo, velocidad en la que aparecen los primeros signos, personalidad de la persona que sufre el deterioro, recursos a los cuales tienen acceso la familia, capacidad de soporte del entorno familiar, capacidad de planificación y organización del entorno familiar, y personalidad de la persona que comienza a ser el supervisor familiar. Junto, con el momento en el que se diagnóstica la enfermedad.

Como vemos también en las asociaciones, hay familias que muestran una respuesta de rechazo o negación, ante la posibilidad de que su familiar pueda estar sufriendo una enfermedad neurodegenerativa, retrasándose el proceso de diagnóstico. En muchos casos tardíos, hay una reticencia ante las dificultades del familiar, o simplemente asunción de que los problemas que van apareciendo en el día a día, son relativos al proceso de envejecimiento normal, y no a un deterioro patológico. En algunos casos, cuando la familia acude al profesional sanitario y se produce el diagnóstico, se produce este diagnóstico tardío, donde la persona afectada ya se encuentra en fases moderadas o graves, añadiéndose también el consiguiente retraso en la posible intervención (Valls-Pedret et al., 2010), así como reducción de la posible efectividad de las terapias, con la consiguiente indefensión que suele aparecer como respuesta en las familias, así como la pérdida de calidad de vida de ambos. Pero ¿por qué se llega hasta estos diagnósticos tan tardíos?, ¿Por qué no se realiza un diagnóstico precoz?

En estos casos, nos podemos encontrar un abanico de respuestas, marcadas en algunos casos por la ideología de la familia y la persona, miedo ante el diagnóstico y el “después”, negación ante la situación, diagnóstico negativo en una primera valoración en la atención primaria, debido al uso incorrecto de pruebas por parte del clínico, …Todo ello en ocasiones, puede retrasar el diagnóstico entre uno y tres años de media aproximadamente.

¿Pero qué hubiera pasado si la persona hubiera estado diagnosticada en un momento precoz?, ¿qué beneficios podría tener?

Desde hace años y dadas las cifras relacionadas con las demencias, recordemos que, en nuestro país, la Sociedad Española de Neurología (SEN) estima que puede haber unas 800.000 personas que padecen la enfermedad de Alzheimer, pudiendo llegar a ser según datos de CEAFA hasta 1,2 millones de personas con Alzheimer. Con mayores porcentajes de afectación a partir de los 65 años. La prevalencia por grupo de edad alcanza el 45,3% por encima de los 85 años y presenta diferencias por nivel de estudios y tipo de convivencia (Vega-Alonso et al., 2018), con datos similares según el Plan Integral de Alzheimer y otras demencias. Según la SEN, se diagnostican anualmente unos 40.000 casos nuevos de Alzheimer en España, y debido a la mejora de la esperanza de vida, se espera un incremento del porcentaje de casos en las próximas décadas.  Además, según datos de la misma SEN, entre un 30 y 40% de todos los casos están sin diagnosticar, cifra que se eleva hasta a un 80% de los estadios más leves. También debemos de tener en cuenta que, en los países occidentales, el 50-70% de los casos diagnosticados son relativos a la enfermedad de Alzheimer (Pierce, Bullai y Kawas, 2017; Mendez, 2017), por lo que aún habría que contabilizar los datos relativos a otros tipos de demencias, como la demencia vascular, fronto-temporal, cuerpos de Lewy, etc. Y sin olvidarnos de las demencias preseniles (antes de los 65 años), las cuales representan un 9% del total según datos de la OMS. En estas personas, como se indica en el Plan integral de Alzheimer y otras demencias, la propia característica de la edad puede alejar de la sospecha diagnóstica y limitar la prescripción de pruebas diagnósticas adecuadas, tanto neuropsicológicas, como biomarcadores, con la implicación sobre estas personas en edad laboral, y con un posible retraso en su diagnóstico. Lo que elevaría de nuevo el número de casos posibles de personas y familias en un proceso de deterioro, y con el consiguiente peligro para la persona y entorno, cambio social, así como incremento de los datos de dependencia y gasto económico asociado.

Según la literatura científica el proceso de deterioro en el caso del Alzheimer puede empezar entre 15 y 20 antes de que aparezcan los primeros signos visibles del deterioro (Viloria, 2011). Debido a esto, en los últimos años ha habido un mayor interés y un avance en el campo de la investigación del diagnóstico precoz. Ya que, si bien es muy difícil revertir los daños en un cerebro con demencia, se puede intentar ralentizar e intervenir de forma farmacológica y no farmacológica para intentar evitar el declive cognitivo (Clare et al., 2013; Sung Kwon et al., 2020)

Por lo que, para poder identificar lo antes posible los signos de deterioro, uno de los aspectos que ha cambiado es el propio proceso de diagnóstico. Con la implantación y uso de manera generalizada, de nuevas herramientas para la determinación no sólo del posible proceso de deterioro, sino para conocer el perfil específico de afectación y tipo concreto de deterioro. Este diagnóstico se suele realizar mediante un abordaje multidisciplinar mediante diferentes pruebas, y normalmente dirigido por el equipo de neurología o psicogeriatría de una unidad de diagnóstico.

La valoración de la persona con sospecha de deterioro se inicia con una entrevista con el familiar, para poder recoger la información sobre la persona, así como recoger la lista de síntomas, y orden y velocidad de aparición de las dificultades. Esta exploración neurológica, debería de incluir además un análisis del perfil neuropsicológico, con una valoración de la conciencia, atención, orientación, memoria reciente y remota, lenguaje, reconocimiento visual, ejecución actos motores, y funciones ejecutivas. Así como la valoración de la conducta, el estado emocional y la funcionalidad (Álvarez-Linera Prado y Jiménez-Huete, 2018).

Este perfil neuropsicológico según los actuales criterios de diagnóstico clínico, nos puede determinar si el rendimiento cognitivo de la persona se encuentra en fases compatibles de demencia o en la antesala de la misma. Dentro de los actuales criterios de diagnóstico en la EA, se puede dividir en tres formas: La EA preclínica, donde las personas son cognitivamente sin alteración, pero tienen biomarcadores positivos; Deterioro cognitivo leve (DCL), donde hay evidencia de una reducción del rendimiento de las funciones cognitivas, pero aún no se cumplen criterios de EA; y Demencia por EA, donde los pacientes cumplen los criterios diagnósticos de esta enfermedad (Banerjee et al., 2020).

Las dos primeras fases, preclínica y DCL, serían las más significativas de cara al posible o probable diagnóstico. En esta fase de DCL, la cual puede ser la antesala de la demencia, como indicaron Petersen et al. (1999), los cuales utilizaron este concepto para poder definir a las personas que se encontraban en un estado de transición entre el envejecimiento cognitivo fisiológico y la EA (Valls-Pedret et al., 2010). Pudiendo determinarse dentro de este concepto tres formas clínicas diferentes, en función de las dificultades cognitivas observadas en la exploración: DCL de tipo amnésico; DCL no amnésico de un único dominio y DCL multidominio (Serrano et al., 2013). Si bien, en este concepto general, no indicaría de manera concreta que todos los pacientes con DCL van a evolucionar a una demencia, pudiendo mantenerse en este estado predemencia durante un tiempo o incluso algunos regresan a un estado de funcionamiento cognitivo normalizado (Valls-Pedret et al., 2010). Aunque según estudios, la probabilidad de que un sujeto que cumpla criterios de DCL desarrolle una EA es el triple con respecto a las personas sin alteración inicial (García-Ribas, López Sendón y García-Caldentey, 2014), indicándose una conversión anual de entre 10-15 % de personas con DCL a EA (Valls-Pedret et al., 2010). En algunos estudios, también se indica que en los casos que son susceptibles de evolucionar a EA, también tendrá un efecto mayor o menor en función del tipo de DCL que puedan presentar. En este caso, los DCL de tipo amnésico y multidominio tienen más probabilidad de terminar avanzando a un estado de demencia en un periodo entre 6 y 12 meses, siendo una edad más avanzada un factor que incrementa la probabilidad de evolución, así como la edad de jubilación (Serrano et al., 2013).

Además de la exploración neuropsicológica que podría dar lugar este perfil cognitivo, se pueden usar como pruebas médicas complementarias las pruebas de neuroimagen, preferiblemente la resonancia magnética, la cual permite detectar patrones de atrofia propios de la enfermedad (de Alzheimer, degeneración frontotemporal, demencia de cuerpos de Lewy), las lesiones vasculares asociadas a las demencias vasculares y otro tipo de patologías (Álvarez-Linera Prado y Jiménez-Huete, 2018).

Si bien a esta exploración, se puede añadir una exploración más específica, indicada para determinados casos, dependiente de la sospecha clínica, como por ejemplo, análisis de biomarcadores, mediante análisis inmunológicos y microbiológicos en sangre y líquido cefalorraquídeo (LCR); electroencefalograma; análisis genéticos; o tomografía por emisión de positrones  cerebral (PET), permitiendo esta última, mediante nuevos radiofármacos, detectar depósitos patológicos de amiloide en la corteza cerebral (Álvarez-Linera Prado y Jiménez-Huete, 2018).

De cara a determinar un diagnóstico adecuado en función del tipo de deterioro y su grado, se podrán usar diferentes herramientas de detección de cara a descartar posibles opciones en base a los síntomas, así como patologías secundarias que puedan estar influenciando y dando un resultado compatible con un deterioro cognitivo. En el caso de la EA, además del perfil neuropsicológico, se buscará poder detectar cambios o lesiones estructurales en el cerebro o acúmulo anormal de proteínas en sangre. Ya que, en esta enfermedad, los cambios neuropatológicos se caracterizan fundamentalmente por la agregación anormal de proteínas, con la formación a nivel cerebral de los ovillos neurofibrilares por la proteína tau y la Beta-amiloide en forma de placas seniles (Valls-Pedret et al., 2010). Hasta hace unos años el diagnóstico definitivo de EA requería de la demostración en anatomía patológica de placas neuríticas y ovillos neurofibrilares, que se producía tras el fallecimiento de la persona. Sin embargo, el creciente interés en el diagnóstico precoz ha llevado al uso de biomarcadores que aumentan la fiabilidad del diagnóstico probable de EA. Estos biomarcadores pueden determinar el acúmulo de determinadas proteínas en sangre, permitiendo determinar si se presentan signos compatibles con una enfermedad degenerativa. Admitiéndose actualmente el diagnóstico de EA probable en pacientes sin demencia, si se observan biomarcadores positivos. Estos biomarcadores, validados actualmente, serían tanto los que detectan depósito de amiloide (mediante PET o análisis del LCR), como los relacionados con la neurodegeneración detectando, alteración funcional (PET) o atrofia cerebral (hipocampal) mediante neuroimagen funcional (RM) (Álvarez-Linera Prado y Jiménez-Huete, 2018).

Por lo que es posible en la fase preclínica, la fase en la que se presentan las primeras lesiones en el cerebro, pero aún no hay inicio sintomático, es decir existe patología tipo Alzheimer, pero en ausencia de demencia (López-Álvarez y Agüera-Ortiz, 2015), observarse signos de patología en la neuroimagen cerebral, en los biomarcadores sanguíneos o en el líquido cefaloraquídeo (LCR) (Rasmussen y Langerman, 2019). Siendo por ejemplo aceptado como biomarcador positivo, un valor anormal con baja proporción de b-amilodide 42 (Ab 42) y depósitos de amiloide en el cerebro, los cuales preceden a un elevado nivel de proteína Tau, con el consiguiente daño cerebral (Rasmussen y Langerman, 2019). Aunque estos valores no necesariamente llevarían a un diagnóstico de la demencia, sí determinarían un diagnóstico en fases prodrómicas (fase predemencia), en las que la presencia de síntomas no son lo suficientemente graves para cumplir los criterios de EA, pero que sí indicarían la presencia de una EA probable, ya que existiría una alteración de una o varias funciones cognitivas junto con la presencia de un marcador biológico anormal. Igualmente, se podría llevar al diagnóstico de EA tras la presencia de una atrofia en el lóbulo temporal medial evaluada mediante resonancia magnética (RM), hipometabilismo temporoparietal o detección de b-amiloide evaluado mediante tomografía por emisión de positrones (PET) (Valls-Pedret et al., 2010).

Por tanto, estos biomarcadores sanguíneos podrían identificar a pacientes en riesgo de presentar EA, de progresión de deterioro cognitivo leve (DCL) a EA, y de progresión rápida dentro de la EA clínicamente establecida (Altuna-Azkargorta y Mendioroz-Iriarte, 2017). Por ejemplo, niveles plasmáticos elevados del péptido Ab 42, bajos de Ab 40 y un ratio Ab42/Ab40 reducido en pacientes con edad avanzada, podrían indicar conversión de un perfil de normalidad a DCL o EA (Altuna-Azkargorta y Mendioroz-Iriarte, 2017). Igualmente, una detección de proteína tau en plasma se ha asociado con una mayor pérdida longitudinal de volumen hipocámpico y de regiones corticales afectadas en EA.  Además, como biomarcador sanguíneo de neurodegeneración, también se puede encontrar niveles altos de neurofilamento ligero (NF-L), el cual es un marcador de daño neuronal encontrado en el LCR, el cual, no es específico de EA, ya que se detecta también en otras enfermedades neurodegenerativas, pero se podría considerar como un marcador de neurodegeneración (Altuna-Azkargorta y Mendioroz-Iriarte, 2018).

En la actualidad parece que los biomarcadores sanguíneos de neurodegeneración y entre ellos Tau, NF-L, y otros como la apoptosis como la clusterina, la poteómica plasmática y metabolómica parecen ser más prometedores en el estudio de la EA. Lo que cada vez es más claro es la evidencia de que se presenta una “firma” biológica sanguínea de la EA (Fiandaca et al., 2014; Altuna-Azkargorta y Mendioroz-Iriarte, 2017).

A nivel genético, se han descubierto a nivel de EA de comienzo precoz, la mutación en tres genes, los que codifican la proteína precursora del amiloide (PPA) en el cromosoma 21, la presenilina 1 (PSEN1) en el cromosoma 14 y la PSEN 2 en el cromosoma 1 (López-Álvarez y Agüera-Ortiz, 2015). En los últimos años se ha visto, que también se encuentran implicados otros genes, entre los que destacan el gen de la clusterina y los fosfatidil-inositol de unión a clatrina de ensamblaje protéico y el del receptor de la proteína del complemento C3b (Fernández-Viadero et al., 2013).  Si bien, también esta herencia autosómica dominante de la EA se hace visible en la EA familiar la cual afecta según los datos a 1- 6% del total de casos (Lladó y Molinuevo, 2006)

Si bien estas mutaciones genéticas se centran más en EA precoces o familiares, no tanto en la EA esporádica (Villegas, 2014), que suele ser la forma más común vistas en la clínica. En este caso, los estudios señalan la existencia de polimorfismos en los genes de las apoliproteínas (Apo) transportadoras de colesterol en el sistema nervioso central, ApoE y ApoJ (clusterina), siendo factores de riesgo (Lanoiselée et al., 2017). Con una influencia del alelo e4 del gen ApoE como un factor de riesgo corroborado en la EA de forma tardía (Hoenicka, 2006). Asociándose, por tanto, los cambios vasculares y el deterioro de la homoestasis lipídica cerebral a la fisiopatología de la EA esporádica (Lanoiselée et al., 2017). Pero aún no existe un origen claro y se debe de seguir estudiando.

Sin embargo, es importante mencionar una serie de condiciones relevantes que están ligadas a un incremento del riesgo de DCL y Demencia, dada su capacidad de modificación, como por ejemplo la diabetes, el tabaquismo, hipertensión, colesterol elevado, obesidad, depresión, falta de ejercicio físico, bajo nivel educacional, y reducida participación en actividades de estimulación mental y social, entre otras. Si bien la gran mayoría de las indicadas son potencialmente modificables, pudiendo realizar una prevención y actuación directa sobre ellos para intentar disminuir el riesgo de desarrollo de un proceso de deterioro (Rasmussen y Langerman, 2019).

Conclusiones

Desde hace unos años, el aumento de la investigación en detección precoz ha permitido poder diagnosticar casos desde etapas más tempranas, lo que ha supuesto, un aumento del número de casos en comparación al uso de los viejos criterios, así como reducir el número de casos infradiagnosticados. Si bien, aún persiste un porcentaje de casos no diagnosticados e infradiagnosticados, debido a la persona y su entorno familiar. Estos casos, que llegan como diagnósticos tardíos, entran en el sistema de ayudas y atención en fases moderadas y avanzadas de la enfermedad, donde las técnicas de intervención tienen una efectividad reducida o un objetivo de paliar los efectos adjuntos del deterioro.

De la misma forma, la importancia del diagnóstico temprano, también ha llevado a la búsqueda de nuevos tratamientos farmacológicos y no farmacológicos, dado que, según estudios recientes, se observa una mejora de la efectividad de los tratamientos dentro de las fases iniciales del deterioro. Cómo comentan Valls-Pedret et al. (2010), para que se puedan trabajar sobre nuevos abordajes, con nuevos ensayos clínicos de fármacos que puedan actuar sobre el curso evolutivo de la enfermedad, es necesario la detección precoz en fases iniciales de la enfermedad.

En muchos de los casos, también esta antelación en el diagnóstico es uno de los factores esenciales que puede ayudar en el ajuste familiar tras el diagnóstico, pudiendo establecer una serie de acciones desde los momentos iniciales y que permitan un mantenimiento de la calidad de vida de la persona y de su entorno, reduciendo las posibles respuestas negativas de la familia, y pudiendo ampliar el tiempo que la persona puede vivir sola, así como dilatar también los tiempos de ayuda externa e institucionalización. Algo ya planteado por CEAFA, indicando que, para la adecuada planificación de la enfermedad, es necesario un diagnóstico precoz y certero que permita dimensionar el alcance de la misma y de sus consecuencias.

Además, debemos tener en cuenta que el diagnóstico de un proceso de deterioro, siempre viene acompañado de una serie de implicaciones personales, familiares, sociales y laborales que deben de tenerse en cuenta. Como bien comentan Rasmussen y Langerman (2019), el diagnóstico inicial en fases iniciales suele provocar respuestas de enfado, miedo, desesperanza y tristeza, entre otros, tanto a la familia como a la persona. Además, hacia la persona también se puede generar un estigma y el trato penalizador por el hecho de estar diagnosticado, con cambios a nivel social y laboral. Por contra, este diagnóstico inicial les puede ayudar a entender qué les puede estar pasando (en fases iniciales), tomar decisiones sobre su vida y su futuro, buscar tratamiento médico, así como poder beneficiarse de posibles tratamientos o sistemas de soporte, y poder vivir de forma independiente en su domicilio el mayor tiempo posible, y mantener la mejor calidad de vida, tanto de ellos, como de su entorno.

Por tanto, seguir promoviendo programas de detección y prevención de la salud cerebral sigue siendo una asignatura a tener en cuenta, y donde las AFAs pueden cumplir un papel fundamental, por su acceso directo al entorno más cercano, así como por su capacidad de intervención y detección de posibles casos susceptibles de padecer un proceso de deterioro, pudiendo ser herramientas de facilitación y agilización de la detección temprana, y ayudando al diagnóstico precoz en colaboración con las unidades de diagnóstico.

Actualmente aún existe un miedo en muchas familias a saber qué le está pasando a su familiar, así como un infradiagnóstico en el ámbito clínico, en muchos casos por no haber medios suficientes para poder realizar todos los abordajes necesarios para un adecuado diagnóstico. Pero sí se puede seguir trabajando para la concienciación de la sociedad sobre estas enfermedades neurodegenerativas, y más concretamente, sobre la magnitud que puede tener dar “importancia” a los primeros signos de alarma, y empezar a trabajar lo antes posible. Ese sigue siendo un papel importante de las AFAs en la sociedad, así como a partir de ese momento del diagnóstico, ayudar y facilitar en el progresivo ajuste a la enfermedad por parte de la familia, y de la persona diagnosticada, así como en su derecho a decidir sobre su futuro. Para que estas familias ni estén, ni se sientan solas, y podamos entre todos ayudar a la mejor adaptación ante las enfermedades neurodegenerativas.  

 

REFERENCIAS

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Autor: Juan L. García. Neuropsicólogo clínico de AFAB y Dr. Psicología Clínica y de la Salud.

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